lunes, 20 de septiembre de 2010

Juan Francisco Elso Padilla (1956-1988).



UN ARTE PARA TIEMPOS DE CAMBIO
Una figura imprescindible al abordar esos años es la de Juan Francisco Elso Padilla (1956-1988). Graduado en 1972 de la Academia San Alejandro y en 1976 de la Escuela Nacional de Arte, con apenas dos exposiciones personales durante su breve existencia: Tierra, Maíz, Vida(Casa de Cultura de Plaza, 1982) y Ensayo sobre América (Casa de Cultura de Plaza, 1986) y un solo premio relevante: el del Salón Paisaje'82 del Museo Nacional, fue sin embargo algo así como el alma de la renovación artística de esos años. Había sido “descubierto” por Mosquera, en aquella improbable exposición Diez nuevos pintores, en 1977. Así escribía el crítico en el primer aniversario de la muerte del creador:
En Elso se apuntaba una posibilidad de transformación del arte. Este fue para él un proceso místico de identificación con las esencias latinoamericanas. Un proceso enlazado con su vida personal, significativo de modo directo para su propia formación.(…)
Por concepción y método, su arte regresaba un tanto a fundirse de nuevo con la magia, la religión y la educación, todo en función de comprender y mejorar al mundo y al hombre profundizando en la cosmovisión “primitiva” y reciclando sus esencias.(…)
Un profeta y a la vez un tipo de barrio. Un iluminado que guiaba un Chevrolet 53, un trascendentalista de la calle, un místico antillano, un hombre en el centro de muchas vertientes.
Originalmente, Elso era sobre todo un grabador, pero que en sus paseos cotidianos recogía objetos en los que encontraba un encanto especial. Por esa vía, haría una empatía especial con el “arte pobre” de Joseph Beauys. En contacto con esos presupuestos concibió una manera completamente nueva de hacer: a partir de allí su obra desestimó las fronteras genéricas tradicionales o las mezcló de manera particular, se consagró a la confección de instalaciones más bien efímeras, cuyo interés no estaba tanto en el resultado final, sino —como en los alquimistas— en la renovación que se producía en su interior, mientras la creaba.
Eso explica, por ejemplo, el sentido de la larga secuencia fotográfica realizada por Gory, que registra el proceso creativo de su instalación La fuerza del guerrero de manera más bien milimétrica. Para el profano, apenas hay diferencia entre una y otra imagen, pero lo que se procuraba era nada menos que sorprender el instante mágico de aquella “destilación” y registrar, si ello fuera posible, la silueta espiritual del artista.
No es extraño que una de las obras que abren la renovación artística de los ochenta sea su arquetípico Martí, presentado a la II Bienal de La Habana bajo el título Por América . El personaje histórico ha sido sincretizado con San Lázaro o Babalú Ayé, en una escultura de formato reducido y con una factura que recuerda los santos de la devoción popular. El rostro es el del héroe, pero el cuerpo está cubierto de llagas como el del orisha y muy ligado como este a elementos naturales como la tierra y la hierba. Elso —como antes Carlos Enríquez o Jorge Arche— quiere romper con el personaje patrimonio de los políticos y lo introduce en el ámbito de las devociones populares, en los cultos propiciatorios de la vida, puesta sobre él una mirada más desgarradora e íntima. Según Mosquera, la pieza es “un ícono de la mística revolucionaria”.
Lo singular en Elso no es que redescubriera ciertas manifestaciones del arte popular, ni que se apropiara de símbolos de la imaginería religiosa, sino que su quehacer irradiaba una ética y, más aún, una espiritualidad contagiosas. De ahí que sus coetáneos y más aún los más jóvenes, que llegaron al arte a mediados de los ochenta, lo vieran como una especie de “gurú”, definitivamente santificado por la temprana muerte. Otros creadores de aquellos días han sido juzgados y discutidos por la crítica, en el caso de Juan Francisco apenas parecen caber dos posiciones: reverenciarlo o ignorarlo.
La admiración que por este artista sentían sus coetáneos, el espontáneo reconocimiento que le otorgaron como auténtico guía, no significa que se consagrara una manera o estilo único, ni mucho menos que se sentara una escuela en torno a su quehacer. Eran muchos los que reconocían su liderazgo espiritual, su entusiasmo creativo era contagioso, pero cada cual tenía fuentes propias de alimentación: Humberto Castro y Moisés Finalé lograban estilos propios a partir de la explotación de recursos que venían del expresionismo y de la Nueva Figuración, mientras que Tomás Sánchez fundía en un todo ecléctico su filosofía oriental de búsqueda de la armonía, con el instrumental del fotorrealismo despojado de su carga banalizadora, gracias a una buena dosis de conceptualismo, sin que esto significara descuido de la factura. Leandro Soto, después de sus iniciales experiencias con el arte cinético y las acciones plásticas, se fue a vivir una experiencia de purificación espiritual con una comunidad aborigen en México y su arte se llenó de una fuerte carga antropológica, semejante a la que cimentó la pintura de José Bedia, aunque este lo hiciera más apegado a fuentes iconográficas y documentales.

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